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Decidimos no saber y entonces festejamos

Por David Rodriguez


Reflexiones acerca de la memoria con reminiscencias setentistas. Un pensamiento en vigilia, invocando (desde "abajo y a la izquierda") la reflexión aguda en tiempos de relatos verticales. 




Revisaba papeles para escribir este artículo. Giraba alrededor de la PC como un perrito necesitado de árbol. Encontré-para no perder la costumbre- “Critica y Ficción” de Piglia. Allí: reflexiones incómodas, tan incómodas como la primera vez que las había leído. Cuando yo cumplía 5 años, los fusiles del ejército aún estaban calientes, pero Piglia conversaba sobre los relatos sociales, esencialmente, sobre una de las preocupaciones que le quitaba el sueño a algunos intelectuales de la época: la cuestión del poder. En post de esas coordenadas, creí auspicioso indagar sobre este asunto puesto la particularidad de este 24 de Marzo (inmovilizado); y siento que pertenezco a una generación que se encuentra en la Plaza de Mayo, hace muchos años, a festejar, y hace tiempo que me pregunto: a festejar qué. Pienso largamente, no encuentro respuesta, aunque tengo palabras que me muerden los labios porque quieren salir: que qué le ocurrió al lenguaje, que con qué resistencias se encontró para pensar el presente con las mismas categorías que el pasado, que por qué se festeja una derrota tan dura , que por qué los intelectuales colaboran aun en la construcción de un relato que vitorea y cristaliza ese orden indeseado por el que tantos hombres y mujeres pusieron el cuerpo para que sea ultrajado de todos los modos posibles, que por qué festejamos la derrota. Me levanté de la silla, encendí la tele, y cuando el calor de la colilla me quemaba los labios me di cuenta que, para salir a calle, tenía que pedir permiso. ¡Ay, caramba! Caí en la cuenta del encierro, caí en la cuenta, por primera vez.

Que escribiendo no vas a organizar una revuelta, me decía, ya veremos, me retruqué.

Evidencié los ejes del artículo, inferí, que lo que se desprendía de mis torpes dedos sería, de aquí en adelante, un ejercicio irritante, fastidioso, o quizás no tanto. Pero presentí, presiento, mientras escribo, que quitarle las capas a una cebolla no evita, por mas mala que sea, la caída de algunas lágrimas, la irritación en los ojos. (pruébelo)

Líneas arriba decía (me gusta transgredir los tiempos verbales, como a Cortázar) que, leer a ese Piglia incomodaba. Lo que no dije hasta ahora fue a qué reflexiones incómodas hacía referencia, pero no cometeré el error habitual de hablar de ellas, intentaré que ellas hablen por sí mismas. Como tampoco suelo ser muy amistoso con las citas (por el puro ejercicio de poner en crisis a la policía académica), invitaré al ávido lector a rastrearlas en la entrevista y solo me limitaré a transmitir, a mi modo, las respuestas que el escritor argentino ofreció a la periodista de Página/12, Raquel Ángel.

Lo más interesante de leer un texto de más de 30 años de antigüedad es reconocer que no hemos sido capaces de hallar categorías propias, genuinas, para pensar nuestra época, el aquí y ahora, el dasein, dice mi amigo deleuziano. Nos convencimos de que las categorías de “los 60/70” nos conducirían a los mismos sitios que llevaron a nuestros predecesores, ¿a nuestros compañeros? Pero me doy cuenta de que no fue así. Sin embargo advierto, que ese camino conduce a un único sitio, a un lugar que miramos a la distancia, que está en el inconsciente, me digo, que está reprimido, me respondo. Que es la derrota disfrazada de victoria, que vos estás loco, que quién te crees que sos, mocoso, me dice Julio, ex monto. No pensarla como una vía posible de reflexión y efectivamente comprobable, es repetir el mismo acto, las mismas enunciaciones, las mismas tácticas y estrategias, visualizar al mismo enemigo, para enumerar a algunas. Cualquier psicoanalista serio, paciente mediante, revelaría sus causalidades y evitaría, de todos modos, la repetición; pero se ve que nuestra generación escapa a la terapia. Escaparle al análisis trae consigo una dura resistencia a la evidencia; aumenta la neurosis, enferma.

Retomemos el hilo (cómo me gusta transgredir los tiempos verbales, como le gustaba a Filisberto): Piglia aseguraba, que entre el nuevo discurso (el de la era alfonsinista) y el de “los 60” había una suerte “de conformismo general y sometimiento al peso de lo real”. La diferencia era simple, decía: que en aquella época, lo que ocurría era que los espacios de reflexión no estaban conectados a la política inmediata con lo cual, el pensamiento, mantenía una prudente distancia con el poder.

Tuvo que llegar Néstor Kirchner para sacudir la tierra que se había acumulado en los jóvenes post dictadura (sí, en nosotros). Nuestro discurso estaba agotado de palabras secas y descansaba sobre sus hombros el peso de un país despedazado; y lo que ocurre comúnmente cuando un árbol se seca acaba siendo leña y mientras arde, un nuevo retoño emerge en su lugar. Ese brote, Piglia lo definió con pocas palabras, incómodas por cierto para el presente, pero tan necesarias para el futuro: progresista escéptico. Esta categoría tan sobrevalorada, es definida por la acción que permite pasar “de la tradición de los vencidos a la tradición de los vencedores”, es una adaptación a la elegancia cínica, a la defensa del orden, a la muerte de las vanguardias.”En Argentina, eso produce un híbrido muy divertido, mantiene una especie de progresismo a lo Juan B. Justo, pero añade una especie de esteticismo”. Lo que el autor de “Respiración Artificial” especulaba era que, la política inmediata definía al campo del pensamiento y no al revés, como tendría que ocurrir siempre. Insisto: fue Néstor Kirchner, en nombre del estado nacional, quien bajó los cuadros y pidió perdón originando una dualidad de sentimientos dentro del mismo “espacio progresista”. Por un lado, nadie (incluso yo) podía estar en desacuerdo con ese tipo de medidas (quién puede oponerse a bajar los cuadros de los genocidas), pero por el otro, el radicalismo rumiaba la omisión de su ala alfonsinista y sentía que le robaban una de sus banderas más importantes. En ese camino y, pocos años después de iniciados los juicios, la organización juvenil mas convocante elevaba el apellido Cámpora a las altas esferas de la liturgia peronista. Esas acciones fueron la base para construir un nuevo relato sobre la noche más oscura de nuestro país, dicho de otro modo, fue el estado, una vez más, quien impulsó la reflexión a los intelectuales y a la militancia y no a la inversa. He aquí, una gran diferencia entre esa generación diezmada y la nuestra. Pensar soluciones a los problemas nacionales desde el andamiaje estatal ocluye la posibilidad de ejercer la reflexión y la acción de manera crítica (pienso en el Subco Marcos, que ya no es ni Subco ni Marcos, ya no). Fiel a su estilo, la dinámica peronista, continúa abonando el relato de arriba hacia abajo emulando el goteo del aire acondicionado de mi vecino de arriba. Lo siento, castíguenme, pero yo sueño de abajo y a la izquierda; en vigilia, ya casi no pienso, solo en vigilia. Que yo también pienso con categorías “setentistas”, que no, que ahora me doy cuenta que no alcanza, que cuánto tiempo perdimos, que el tiempo no se pierde, que el tiempo pasa, que qué te pensás que nosotros podíamos estar en este bar conversando de esto, que estás equivocado, pibe, que La Volundad ya se escribió, que Caparrós se aburguesó.

No olvidar, no pensar.

Durante la primera etapa kirchnerista, el Estado argentino, se encargó, en buena hora, de garantizarles a las víctimas de la dictadura un proceso en el cual los responsables serían juzgados inevitablemente. Eso produjo una confusión en el campo de la política nacional, puesto que, los juicios, no sólo se explican ni se agotan en lo militar, sino también en el poder económico y en los medios. En ese orden de cosas, aparece un pasado que resuena para estabilizar el presente, ese presente que a priori detenta cambios, cambios que solo se comprueban en el imaginario político de una generación, que recibe un mensaje que no podrá ser concretado. Exceso de anacronismo me gusta decirle, creer que el aquí y ahora se resuelve con categorías antiguas, que basta de Heiddegger porque bancó a los nazis, que a la mierda Freud porque era un machista, que arriba Montoneros, que arriba la JP. Pensar anacrónicamente no solo no permite el reconocimiento de una situación que nada tiene que ver con “el relato victorioso” parido desde 2003 en adelante, sino que encarcela el pensamiento crítico, lo normaliza, lo subvierte a un orden ficticio. Combatir para comprender en vez de acatar sin comprender.

Cuándo se jodió todo en el Perú, se interroga Vargas Llosa en la brillante novela “Conversación en la catedral”. La pienso en clave nacional, en clave argentina, pero me cuesta responderla. Mientras sigo girando alrededor de la PC cual perro en busca de un árbol, me doy cuenta que quienes escribieron la historia, volvieron a mentirme. Pero hay algo singular esta vez: aquellos que la escribieron me contaron que ganaron mientras enterraban a sus muertos. Estoy en problemas, tengo en mis manos dos libros y no sé cuál leer primero: “No velaras a tus muertos” y “Bestiario”, este último, creo, que tiene “Casa Tomada”. Que no leas al Cortázar gorila, que mejor arrancá con “El libro para Manuel”, que desde ahí vas a sentir lo que sentíamos nosotros, me dice Julio, ex monto. Salgo al balcón, entro por una campera, saco de la mochila los libros y los acomodo en la pila, los miro un rato, todavía no me decido con cuál empezar. Veo que en la pila sobresale un lomo azul y negro, me agacho y leo: “Acerca de la derrota y los vencidos”, ese, digo, con ese voy a empezar.



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