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Pequeña reflexión del confinamiento, semana 5.

Por Samantha Rojchman



En medio de la vorágine de lo cotidiano, la atmósfera de los hogares se vuelve más espesa a medida que el encierro se alarga. 
Sin embargo, y a pesar de dicha pesadez, algunas personas encuentran instantes de fuga en la vorágine. En este caso, como escribe Samantha, estos instantes se ven iluminados por la belleza del lenguaje. Belleza expresada en la polisemia de la palabra asepsia.  

Fotografía de la reconocida fotógrafa estadounidense Francesca Woodman.

Cortesía de @fotografia.unsam


La palabra asepsia conoce varios significados, los cuales pueden sintetizarse a grandes rasgos en dos grupos. El primero de ellos, mayormente difundido en nuestros días, refiere al estado de un organismo que se encuentra libre de infección. Denota, por lo tanto, una ausencia de microbios, gérmenes y cualquier tipo de agente patógeno capaz de iniciar un proceso de descomposición en el cuerpo o individuo que lo albergue. Para conseguir un estado aséptico, a su vez, es necesario practicar una serie de medidas asépticas, a las que se entiende como aquellas acciones destinadas a limpiar, higienizar, esterilizar o desinfectar todos los elementos capaces de haber entrado en contacto con microorganismos invasores.

Esta acepción de la palabra —su uso más habitual, por cierto— guarda correspondencia con su origen etimológico proveniente del griego antiguo. En esta lengua, “sepsis” significa putrefacción y “a” es un prefijo que indica ausencia de. Deducimos que la asepsia sería entonces la ausencia o falta de putrefacción, o directamente de toda aquella materia o sustancia capaz de producirla. Existe, no obstante, un segundo sentido para esta palabra, con el cual me familiaricé recientemente. Se dice que una persona es aséptica o aséptico cuando su expresión carece de sentimientos o muestra un vacío de emocionalidad. Un orador es aséptico, también, cuando es frío y desapasionado, se priva de tomar partido o exhibe una irritante neutralidad. Lo aséptico, en esta definición, nos remite a la apatía, al desinterés y, por qué no, al propio abandono. En estas últimas semanas he pasado, intermitente y alternadamente, de una asepsia a la otra. Refriego con ahínco las medias y zapatillas con las que vuelvo de comprar; y así, la bacha del lavadero es el nuevo campo de batalla, y la asepsia, el trofeo más codiciado. Luego una radio que yo no encendí transmite el reporte diario: los números de los enfermos, los recuperados y los caídos. Con el paso de los días, he desarrollado una asombrosa indiferencia ante este y otros discursos. Ya no diferencio las decenas de los millones; me da igual el África subsahariana que la esquina de mi cordón. Soy una digna hija de la asepsia, y he logrado esterilizarme. ¿Cuándo volveré a conmoverme? La podredumbre avanza por dentro a pesar de todos los recaudos. Mientras tanto, la belleza del lenguaje nos brinda cada tanto estas deleitantes ironías por las cuales una palabra quiere decir vida y muerte al mismo tiempo. Ya no estoy segura de cuál es cual.

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