top of page

Vértigo

Por Antonella Borgo



Una pandemia mundial acecha al país y crecen rumores de un inminente anuncio de aislamiento obligatorio. No resulta el escenario ideal para una joven que recorre una ciudad desconocida. Sentirse en riesgo puede devenir en la añoranza de volver a la seguridad del hogar y de los seres queridxs. Disponerse emocionalmente para un encierro de duración indefinida no es tarea fácil. Ansiedad, incertidumbre y vértigo son las emociones que predominan éste contexto.  




Fotografia por José Maldona

Ayer me dormí a las 12 de la noche rezando el “Padre Nuestro”, puede parecer exagerado, pero en momentos de angustia pensar en que hay un algo supremo que nos puede salvar la vida me da paz. Si, es una paz falsa, porque católica no soy, aunque esté bautizada. A pesar de estar hace 10 días en cuarentena, todavía mantengo mis horarios “normales”. Hoy me desperté a las 10 de la mañana con miedo. Ayer, antes de irme a dormir escuché un audio por WhatsApp que hablaba sobre un posible toque de queda que comenzaría el viernes; se esperaban 400 muertes por día, es decir, muertes de personas, que amo, odio y aborrezco, pero que son personas al fin.

A pesar de la posible autenticidad del audio, me fui a dormir. Lo hice con angustia, con una catarata de miedos y con las manos juntas rezando. No se porqué pensé que rezarle a un padre “santo” me iba a calmar, pero se ve que lo que te enseñan de niña permanece de adulta.

Como todas las mañanas, me hice el mate y prendí la tele. Ese objeto que antes no encendía, hoy se convirtió en una de mis puertas al exterior. Ese exterior que cada día suma más infectados en esta pandemia que comenzó en Oriente y se extendió por todo el mundo; llegando hasta Argentina: el país que amo y habitó hace veintidós veranos.

El 16 de marzo sentí el posible riesgo de ésta enfermedad para mi y para todos los que amo. Ese lunes volví de Córdoba luego de haber pasado tres días sobre un vaivén de preocupaciones y placeres. Ese mismo lunes sentí en el cuerpo la posibilidad de infectarme, veía en todos los rincones del aeropuerto barbijos, cientos de familiares abrazando a sus hijos e hijas que regresaban del extranjero -seguramente contagiados- y yo ahí... Sentada en uno de los banquitos, esperando con ansias que llegue la hora de mi vuelo para llegar a mi casa y abrazar a mi mamá... Sentir su olor y saber que todo se iba a solucionar. Las dos horas que pasaron entre el check-in y el horario del vuelo fueron larguísimas, tal como cuando esperas la nota de un final en la universidad: minutos espesos, pensamientos varios, angustia y felicidad; parecido a cuando te sentís aliviada porque estás más cerca del objetivo pero triste por si el resultado es frustrante.

Resulta que todo éste devenir de emociones tenían origen en la noche anterior al 16; el domingo 15 -la niña bonita según la quiniela-, esa noche dormí en una habitación junto a 8 personas más, de las cuales solo conocía a una. Estas personas a simple vista y escucha, eran de otros países, pude saber que dos eran de Holanda y uno de Francia... Me dio miedo. Yo sabía que eran países con focos de infección graves y que no debía estar cerca de ellos, pero ya estaba ahí, y como mi mamá siempre me aconseja: “Cuando se está en el baile, hay que bailar” … Yo bailé, hablé, tomé mate y reí... Pero el miedo no se iba. Decidí fijarme si podía cambiar mi vuelo para ir a mi casa lo antes posible: no se podía, la burocracia aún en términos de emergencia muestra sus hilachas.

Eran las 5 de la tarde y estaba enojada, no me podía ir a mi casa y si el Coronavirus estaba en ese hostel, yo probablemente, ya estaba contagiada. Con ese enojo hice lo que todos haríamos: me fui a ver Netflix tirada en la cama...Intenté dormir y no pude. Era imposible, más que nada por el olor nauseabundo a pie sucio – por no decir pata-. Debajo de mi cucheta había un varón extranjero, con el cual no me pude comunicar porque no entendía lo que me quería decir, modulaba palabras que me parecían indescifrables. Eso también me enojaba, mi capricho por odiar el inglés y no aprenderlo, ya que soy hispanohablante, argentina sin excepción... Me levanté de la fracasada siesta. Eran las 7 de la tarde, me vestí y peine para dar vueltas por Córdoba Capital. Recuerdo que se me mezclaron varios miedos a la hora de salir: contagiarme (si es que todavía no lo estaba) y que me roben, me secuestren y violen por ser mujer. Ser mujer en una ciudad desconocida, un día de llovizna a las 7 de la tarde, no se ve bien ...Tampoco se podría imaginar como un escenario placentero, pero yo seguí caminando, estaba decidida a borrar mis miedos y angustias con una cerveza o algún tipo de alcohol —léase: Fernet, Campari, caipiriña o Gancia—.

Caminé dos kilómetros más o menos hasta que encontré unas calles vistosas: paredes pintadas por grafitis, sonaba “El Kuelgue” por todas partes, se visualizaban carteles con lenguaje inclusivo, pegatinas del movimiento vegano, y una calle en la cual se podía ver una bandera del orgullo gay pintada sobre los adoquines. Además, había negocios de objetos y hierbas orgánicas y ecológicas: todo lo que un “progre” necesita para ser feliz en el 2020.

Me tomé dos camparis, me comí una empanada capresse que me salió $90 , la cual me pareció carísima, ya que en José c paz -donde vivo- se puede comprar una por la mitad de precio. Seguí caminando y subiendo historias a Instagram como si estuviese relajada y pasándola bien. Con la ansiedad controlando mis pasos, entré a otro lugar y me tomé una pinta de cerveza rubia, específicamente una “blonde” con papas fritas. Internamente sabia que estaba ganando tiempo, por que la idea de volver a ese hostel con esos focos infecciosos en esas camas paupérrimas con gente desconocida no me erotizaba para nada.

Llame a mi papá buscando calma y encontré más angustia: “esto se viene heavy”, me dijo. Mi papá pocas veces miente.

Siendo las 10 de la noche, decidí volver al hostel. Mi billetera solo tenía 300 pesos- con los cuales al otro día tenía que poder llegar hasta el aeropuerto- y me di cuenta que obligatoriamente tenía que volver caminando por mi penosa situación económica. Si antes mencioné que estando en una ciudad desconocida tuve miedo por ser mujer , no se imaginan el miedo que tuve siendo mujer y estando bajo los efectos del alcohol en esas horas de la noche... Se que mi mamá, en un caso así, si hubiera estado cerca de casa, me habría obligado a tomarme un Uber con la promesa de pagarlo por mi seguridad...Pero caminé y llegué. Recuerdo haberle mandado un mensaje cuando me acosté : "Ma, llegue bien" para que no se preocupara y pueda irse a dormir en paz…

Hace 9 días estoy encerrada en casa. Desde que llegué no vi ni a mi papá, ni a mi novio, ni a mis cuatro abuelos y mis dos primos. Nombró a estas personas, porque se que en ellos pensaría antes de morirme. Ya tuve algunos de los síntomas que dicen que una tiene cuando está contagiada, ya lloré dos veces y me imaginé en la peor situación. Me dolió la cabeza y tuve fiebre, lloré por la incertidumbre de no saber cuándo voy -y vamos- a salir... Lloré por no poder pasar por la estación de José C Paz y quejarme de la aglomeración de gente y el olor a papa fritas constante –que siempre odié pero que hoy anhelo–; lloré por la preocupación sobre cuándo voy a volver a besar a mi novio, abrazar a mi viejo y oler el aroma que emana la casa de mi abuela.

Aunque los llame a diario para hacer vídeo llamada, no me alcanza. No nos alcanza. Me imagine en la peor situación: encerrada por cuatro meses por culpa de inconscientes que no piensan más que en su ombligo ( y su placer) : me imaginé cursando el cuatrimestre entero sin compartir un mate con mis compañeros facultativos, o ver cómo a mi ahijado se le caen los dientes por foto y no poder darle lo que el Ratón Pérez le trajo. Algo peor: que algunos de esos inconscientes sean personas cercanas a mi y que se mueran por esta maldita enfermedad y soberbia. Ya pinte, ya leí, ya hice ejercicio, ya hice yoga, ya tuve una sesión psicoanalítica por Whats App, ya limpie mi habitación 3 veces y jugué con mi perra : el miedo no se va, y detrás de ese miedo hay angustia... Esa angustia que te estruja los planes a futuro y te obliga a vivir condenada en el presente.

Ayer me acosté, escuche el audio de Whats App que me mando una de mis mejores amigas con la intención de protegerme, pero lo que ella no sabe, es que me sentí más débil. Lloré, y recé, primero dos oraciones del “Ángel de la Guarda ” que me lo enseñó mi mamá un día de invierno en casa cuando era chica y un “Padre Nuestro ”, que aprendí en el colegio católico al que fui toda la vida... Sirvió para algo, pude dormir y no acordarme lo que soñé.





0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Commentaires


Post: Blog2_Post
bottom of page