Por Agustina Schettino
El aislamiento obligatorio por cuarentena subvierte totalmente nuestras concepciones del adentro y el afuera.La domesticidad cobra protagonismo y la calle se nos escapa.Salir al supermercado se vuelve una experiencia trascendente, de las únicas oportunidades de asomar la cabeza a eso que llamamos realidad y que se asemeja cada día mas a la ciencia ficción.
Fotografía de Nadia Rodríguez
Salir a la calle en épocas de pandemia es una cosa así. Primero aparece la necesidad. Después de quién sabe cuántos días de encierro, en algún momento la alacena queda vacía. O casi vacía, porque todavía tenés un paquete de fideos, unas latas de tomate y un par de galletitas para el desayuno, pero sos consciente de que dentro de poco se va a vaciar. Entonces sentencias: tengo que ir a hacer las compras. La idea te entusiasma, porque lo más divertido que hiciste en todo el día fue actualizar el feed de Twitter y leer media carilla de un texto para la facultad. Te das cuenta de que lo que tenés puesto no es ni medianamente presentable y en el mejor de los casos te cambiás, porque después de todo a quién le va a importar lo que te pusiste para ir al chino. Lo pensás de nuevo y sentís algo de emoción al tener una excusa para sacarte la remera del pijama, y te ponés un vestidito playero o un short con una musculosa y te acomodas un poco el pelo, que te cortaste unos días antes porque te ganó la ansiedad. Agarrás la cartera más a mano y le metés el celular. Ni te gastás en guardar la billetera, si tenés suerte todavía te queda algo de efectivo y sino, la tarjeta de débito. Otra no queda.
Cuando estás por salir empezás a dudar. ¿Es realmente necesario que vaya a hacer las compras? Leche hay, café hay, huevos, pan, aceite hay. Una partecita tuya sabe que querés aprovechar el vacío legal que te permite ir hasta el almacén sin que sea considerado delito para caminar dos cuadras de ida y vuelta. La idea de salir a la calle casi te provoca cierta adrenalina, sentimiento que se había atrofiado después del quinto día de aislamiento. Pero más allá de saber que tu psiquis te pide a gritos salir y de que sientas que te estás inventando una excusa, tenés que ir de todas formas porque tu abuela te pidió algo, y si no vas vos, va a ir ella. Y ella se tiene que quedar en casa. Te recordás mentalmente dos o tres veces que lo que estás haciendo no está mal para que no te coma la culpa. Y entonces salis.
Caminas los primeros metros y sentís que todo está como siempre. Es el barrio donde creciste. No puede cambiar mucho en unos días. Está más vacío, sí, y sólo pasa algún que otro auto, pero es como si fuese domingo. Hace muchos días que todos los días son domingo. Al principio te cuesta sentir la diferencia. Se supone que estás expuesta, en peligro, pero no te sentís así. Es tu cuadra, la que caminaste veinte mil veces. ¿Por qué sentirte insegura, si el sol brilla hermoso y hay un vientito fresco? ¿A qué le tenes que tener tanto miedo? Te cruzás primero a una señora que viene con bolsas en las dos manos, y cuando te ve te mira un poco mal. Te pasa por al lado pero distante y si no cambia de vereda es por pura cordialidad. Vos también la mirás de reojo y ahí sí, te sentís un poco amenazada. Cierto que hay un virus, que dicen que es muy contagioso, que está dando vueltas por todo el mundo. Quizás también está dando vueltas por ahí. ¿Cómo saber si esa mujer no está contagiada? Agachás la mirada e ignorás el pensamiento, diciéndote que es una tontería. Tiene que ser una exageración, no puede estar pasando algo así.
Seguís caminando y te cruzás a un pibe joven, capaz un poco más grande que vos, con un barbijo puesto. La comisura del labio se te levanta un poquito, te dan ganas de reír. Todo te parece distópico, futurista, sacado de una mala película estadounidense. Pero te empezás a dar cuenta de que lo que dicen los noticieros las veinticuatro horas no es motivo de risas, que la gente se enferma y que los gobiernos del mundo no saben muy bien qué hacer. Llegás al chino y la cola empieza tres negocios antes. Todos tienen que pararse obligatoriamente con un metro y medio de distancia para esperar para entrar. ¿Los demás locales? Cerrados. Seguís queriendo creer que es domingo o feriado, pero no. Sabes que es viernes 27 de marzo y que debería ser un día normal, pero tampoco lo es. Cuando llega tu turno entrás y ves que la cajera y los demás trabajadores también se cubrieron la cara con mascarillas y que usan guantes. Hay cintas de seguridad entre las góndolas, y no entendés muy bien para qué. Te dejan entrar de a cinco y si coincidís con alguien en la búsqueda de algún producto, sabés casi intuitivamente que te tenés que mover y volver a buscarlo más tarde. De repente los humanos se repelen, se asustan entre sí. Notás que faltan algunas cosas en los estantes y procurás llevarte solo lo estrictamente necesario y lo más barato, porque los precios se fueron por las nubes. Vas a pagar, y mientras tenés las cosas en las manos te empieza a picar la nariz, pero no querés estornudar porque sabés que te van a mirar como a una asesina. Y después te pica el ojo, pero no querés rascarte porque tocaste cosas que qué sabes si están contaminadas o no. Hasta hace unos días no te importaba comerte una galletita que se cayó al suelo, y hoy pareces recién graduada de una tecnicatura en higiene.
Pagás y cuando salís del negocio entra alguien a cubrir tu lugar vacío. Enfilás para tu casa, con las bolsas de las compras que justifican el estar afuera por si te ve la policía. Ahora las calles sí te parecen vacías, sí sentís que hay algo diferente en el aire. No sabes qué, pero es distinto. Dicen que estamos peleando contra un enemigo invisible, y te empezás a preguntar cuál es. ¿No seremos nosotros? Tantas veces escuchaste de guerras e injusticias. Tanto se habla de un mundo lastimado, herido por culpa nuestra, porque no lo supimos cuidar. Pasaron tantas cosas en tantos años que hasta te parece algo coherente que la tierra se tome un poquito de venganza; que algún dios –o unos cuantos– se hayan cansado de nosotros y nos lo estén haciendo pagar. Al fin y al cabo, todos los que se dicen sabios en el mundo piensan que nos lo merecemos. Que el mundo estaba mejor sin nosotros, y que solo traemos muerte, caos, destrucción. Volvés a sentir el aire espeso, y esta vez sabés que está cargado de miedo.
Pero mientras venís con esas ideas dando vueltas, pasás por al lado de una casa que tiene la música fuerte, tan fuerte que se escucha desde la calle. Irrumpe entre tanto silencio y te eriza un poco la piel. Es una canción un poco salsera, como te gusta a vos. Como las que siempre decís que te gustaría escuchar en algún barcito cubano. Y entonces ahí, con tus vecinos musicalizando el barrio y el solcito tibio que te pega en la cara, se te empañan un poco los ojos y te conmovés. Te conmueve sentir el aire que tanto añoraste en el encierro; te conmueve tener tantas ganas de bailar. Te conmueve la video llamada que hiciste hace un rato con tus amigos y un mensaje de tu novio que te dice que dale, que falta poco, que ya se va a terminar. Te conmueve el recuerdo de los mates en el trabajo, del abrazo de tus alumnos, de las veces que tu familia te esperó con la comida hecha después de días largos. Y también te conmueve la necesidad desgarradora e imperiosa de sentir que va a estar todo bien, que es un mal momento pero que no es para siempre, que vendrá algo mejor. Te conmueve, sobre todo, el saber que no crees ni un poco en eso de que somos nosotros, humanos, el mal del mundo, y que no crees en ningún dios que castiga y no sepa perdonar. Estás convencida de que para vos lo humano no es sinónimo de destrucción, sino todo lo contrario. Lo humano para vos es vida, empatía, calidez. Es la tibieza del cuerpo, lo simple de la caricia, la complejidad de la palabra, la serenidad en la mirada. Lo humano es el compartir, es el humor, es inventar formas nuevas de hablar, y formas nuevas de amar. Es conmoverse con el dolor del otro, sentirlo en la propia piel. Es el beso, el abrazo a la distancia, es romper el tiempo y el espacio para poderse encontrar.
Volvés de hacer las compras y te sentás a escribir para no vomitar las palabras. Pero antes te lavás las manos, eso sin falta.
Me parece un análisis por momentos terrorista sobre la condición humana, que intenta equilibrarse exaltando los afectos y sus expresiones físicas, no puedo dejar de mencionar que esta tendencia de responsabilizar a la humanidad de los males existentes , tiene una influencia de la falsa teoría que busca igualar a todos los humanos , y tal cosa es falsa , porque la contaminación no es una cuestión de conciencia ecológica, o de su inexistencia , la contaminación del medio ambiente y sus consecuencias sobre el planeta. Es producto de el desarrollo y consolidación de una matriz productiva, donde todo aquello que se utiliza en los procesos de producción son simplemente un recurso. Incluidos los seres humanos , hasta existen denominacione…