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Recuerdos que mienten un poco (o la memoria como verdad relativa)


Por Facundo Ferrer


La memoria como espacio de dispusta permanente. La construcción de la misma desde los diferentes vértices de la sociedad. De arriba hacia abajo, con una impronta de carácter estatal, o de abajo hacia arriba como iniciativa de la sociedad civil. 
Reconociendo, como destila el autor, que al rompecabezas de la memoria, siempre le faltará una pieza.









No estaba con mi sombra, no estaba con mis gestos, más allá de las normas, más allá del misterio, en el fondo del sueño, del eco, del olvido.

Oliverio Girondo - ¿Dónde?



“El calendario oficial de un país”, escribe Elizabeth Jelin en La lucha por el pasado, “es un espacio privilegiado que permite traer el pasado al presente”. Las fechas que decidimos recordar, institucionalizar y ritualizar como sociedad, forman parte del acervo de símbolos con los que reafirmamos nuestra pertenencia a una determinada comunidad política. Una nación, en tanto que comunidad imaginaria, necesita de estos símbolos para construir la imagen de sí misma que pretende imponer y comunicar (no siempre por la fuerza) tanto a sus propios miembros como al resto de los estados. Las fechas y las conmemoraciones, pero también lxs próceres, los museos, las estatuas, los edificios históricos y toda acción social dirigida a la elaboración y narración de la identidad colectiva de un país, forman parte de este proceso de intercambios y flujos simbólicos que se desplazan -oscilando entre uno y otro polo- desde el estado hacia la sociedad civil.

Disputada como pocas, el 24 de marzo es posiblemente la fecha que marca más a fuego la historia argentina reciente. No solo por las fibras emocionales que despiertan en la memoria colectiva el horror, la violencia y el terrorismo de Estado perpetrado por la dictadura que gobernó inconstitucionalmente el país entre 1976 y 1983. Desde la política económica del proceso, aquella que Walsh identificó como la responsable de castigar “a millones de seres humanos con la miseria planificada”, hasta las transformaciones que sufrió el sistema político (reorganización de los partidos, rearticulación del movimiento obrero, surgimiento de nuevos movimientos sociales, etc.) y la sociedad en su conjunto (nuevas formas de sociabilidad, emergencia de nuevos consumos, consolidación del sujeto individualista neoliberal y el discurso meritocrático, entre otras), las consecuencias sociales de aquel período mantienen una absoluta vigencia en la actualidad.

Acaso como si se tratase de la cuerda de una guitarra, metáfora a la que apeló alguna vez el periodista y escritor Marcelo Figueras para referirse al tiempo, sea cual sea el lugar donde coloquemos el dedo y rasguemos la cuerda, en el agujero de la caja de resonancia, el mástil o cerca del clavijero, o en el pasado, el presente o el futuro, lo que vibra es todo. Las (re)elaboraciones que hacemos del pasado tienen mucho que ver con el presente en el que fueron producidas. Pero el presente, tiempo de los vivos, es además un tiempo oprimido por “la tradición de todas las generaciones muertas”, podríamos decir con Marx; cómo se resuelve esta tensión entre pasado y presente tiene, por otro lado, un profundo impacto performativo en el futuro. De ahí que no podamos, excepto que persigamos propósitos analíticos o políticos (que no están aislados unos de otros), separar los distintos procesos sociales que, encadenados, hilvanados, se suceden a través de aquello que hemos denominado Historia.

Lo que cada sociedad elige recordar, es decir, cómo construye la memoria colectiva, tiene que ver con la contingencia del transcurrir histórico, el devenir del conflicto social y los avatares de la lucha política. Aquello que conmemoramos no significa lo mismo en todo momento y en todo lugar, ni todxs lxs actores le atribuyen los mismos sentidos. No todos los grupos, de hecho, tienen el mismo poder para intervenir en los debates y en las decisiones políticas que atañen a estas definiciones. Veamos rápidamente tres ejemplos alrededor del 24 de marzo.

El primero tiene que ver con la acción estatal. Lo que se observa a simple vista es que el silencio oficial del alfonsinismo y el menemismo alrededor del 24 de marzo, silencio que tenía implicancias ideológicas, políticas y contextuales diferentes en uno y otro caso, contrasta con la institucionalización de la fecha durante el kirchnerismo, que pasó a ser considerada como feriado nacional (además de que se alentó desde el estado la participación en las marchas y la reflexión sobre lo sucedido), pero también con el negacionismo y el relativismo de la experiencia macrista.

La política de Memoria, Verdad y Justicia estuvo sujeta a las posibilidades y los límites que ofreció cada coyuntura, dado que las correlaciones de fuerza y los arribos a diferentes consensos fueron transformándose, pero también a las decisiones políticas y las convicciones ideológicas que cada uno de estos gobiernos adoptó en función de sus propias interpretaciones acerca del 24 de marzo, como fecha específica pero también como proceso histórico.

Las disputas por la memoria, sin embargo, no se dirimen exclusivamente a partir de los intereses del proyecto político que circunstancialmente conduzca al estado. El segundo ejemplo, en este sentido, se relaciona con las tensiones que se producen entre grupos que, a priori, parecieran compartir el mismo horizonte. Me estoy refiriendo en este caso a las dos marchas paralelas que, encabezadas ambas por distintas fracciones de los organismos de derechos humanos, desde hace varios años protagonizan los principales actos del 24 de marzo.

Estas convocatorias ponen en evidencia la compleja relación que existe entre la praxis política, la construcción y acumulación de poder, y las posibilidades de instalar y capitalizar distintas agendas sociales. Cabe señalar que los organismos de derechos humanos, como actores políticos que son, persiguen intereses que, precisamente, son políticos. Y no tiene nada de malo, desde mi punto de vista. No creo que sea muy útil ni políticamente redituable agitar el fantasma de la cooptación estatal y partidaria, sobre todo en contextos en los que el Estado es proclive a dar respuesta a ciertas demandas y reivindicaciones. Encuentro el concepto de cooptación, por otro lado, políticamente conservador, en términos de que presupone la falta de agencia del actor cooptado en cuestión, y la existencia de una vanguardia, distinta, inalienable y superior al resto de lxs mortales, que tendría el supuesto mandato histórico de conducir el proceso político.

El último ejemplo no está centrado en la fecha, sino en un reclamo que, aunque no es nuevo, está tomando cada vez más impulso. Como señala la Agencia Presentes, activistas y organizaciones de la diversidad sexual vienen denunciando la invisibilización de los crímenes de lesa humanidad que sufrieron en dictadura personas del colectivo LGBT+. Estas organizaciones hablan de unas 400 personas detenidas desaparecidas pertenecientes a este colectivo, cifra que la misma agencia indica que surgió por primera vez a fines de los años ochenta del siglo pasado. Es por ello que movilizan todos los 24 de marzo con la consigna y la proclama de que lxs desaparecidxs son 30400.

A partir de este caso podemos ver cómo intervienen las diferencias de poder entre los grupos a la hora de construir colectiva y simbólicamente la memoria social. Alcanzados los consensos culturales, sociales y políticos necesarios alrededor del número 30 mil (aunque todavía distintos sectores, ciertamente minoritarios y reaccionarios, continúen empeñados en seguir discutiéndolo), el surgimiento de nuevas demandas y movimientos sociales, como los feminismos o los activismos de la diversidad sexual, ponen de manifiesto que no todxs lxs actores son en la misma medida sujetxs políticxs de la memoria. Las minorías somatopolíticas, como define Preciado en La pasión según Carol Rama a “aquellos cuerpos que han sido sometidos con más violencia a la regulación normativa del capitalismo heterocentrado y que ocupan una posición corporal subalterna en relación con los procesos de reproducción/producción”, presentan en este sentido una clara desventaja para alcanzar la legitimación de sus propias demandas y reivindicaciones respecto de los años de la dictadura.

Ya acercándome al cierre, y en especial a continuación de este último ejemplo, no puedo seguir eludiendo el otro aspecto fundamental que interviene en los procesos de construcción de la memoria, el olvido. “Lo que llamamos olvido en el sentido colectivo”, escribe el historiador Yosef Hayim Yerushalmi en su obra Los usos del olvido, “aparece cuando ciertos grupos humanos no logran –voluntaria o pasivamente, por rechazo, indiferencia o indolencia, o bien a causa de una catástrofe histórica que interrumpió el curso de los días o de las cosas- transmitir a la posteridad lo que aprendieron del pasado”.

En Metáforas de la política, Emilio de Ípola sostiene que “la memoria no designaría aquello que simplemente se conserva en tanto opuesto a aquello que se suprime (el olvido), sino que designaría la relación, la interacción entre uno y otro polo”. De ahí que la decisión política de qué recordar suponga, entonces, una decisión política relativa a qué olvidar. Como una cinta de moebius, memoria y olvido no son dos caras opuestas. Por el contrario, se implican recíprocamente como parte de un mismo proceso de disputa entre actores y grupos que pugnan por la imposición de su propia verdad relativa (o mejor: su propia memoria relativa).

Ahora bien, ¿qué pasa con la memoria individual, subjetiva? Dice el Indio Solari en su autobiografía que “pocas materias son más plásticas, más maleables, que la memoria”, porque “la memoria es lo que uno recuerda, sí, pero al mismo tiempo es lo que uno cree que recuerda, y además lo que dice que recuerda”. Esta afirmación parece coincidir con la interpretación de Daniel James. En un artículo sobre la movilización obrera durante las jornadas del 17 y 18 de octubre de 1945, el historiador comenta que “la memoria no es nunca, pues, una evocación pura y espontánea de los hechos o experiencias del pasado, tal como realmente sucedieron o como originalmente se los vivenció: implica un proceso permanente de elaboración y reelaboración de esos sucesos”, en especial cuando se trata de grandes acontecimientos públicos y políticos.

Las palabras de Solari y James me hacen pensar que la dialéctica individuo-sociedad también se expresa en la relación entre memoria individual y memoria colectiva. Al mismo tiempo que la dinámica social, y los discursos y sentidos que la atraviesan, permean y performan los modos en que se construye la memoria de un pueblo, cada unx de nosotrxs la significa y resignifica individualmente, en función de la posición que ocupamos en la estructura social, la valoración afectiva y política que hagamos del suceso y nuestra propia trayectoria biográfica.

La primera marcha del 24 de marzo a la que asistí fue en el año 2012. Era aún adolescente y me encontraba dando mis primeros pasos en la militancia política organizada. Todavía recuerdo haber sentido, como cuentan que le pasó a Hegel con Napoleón, que era la historia misma la que caminaba delante de mis ojos, cuando vi la bandera azul sostenida por las madres y las abuelas, esa bandera demasiado infinita, esa bandera habitada por una cantidad de rostros que ninguna sociedad podría jamás sanar del todo. Confieso que fue el macrismo el que me enseñó en la práctica, en la experiencia política concreta, que la memoria era un objeto de disputa, y que aquellas discusiones que parecían saldadas para siempre eran tan sólo acuerdos sociales momentáneos.

La memoria, como los sueños, es un rompecabezas al que siempre le van a faltar piezas. Queda en nosotrxs, las generaciones que nacimos después de la dictadura y lxs jóvenes de hoy y mañana, que el olvido no se olvide del olvido, parafraseando a Yerushalmi, y que la memoria, siempre errática, siempre incompleta, esté del lado de las mayorías populares, de lxs oprimidxs de siempre, de lxs condenadxs y lxs olvidadxs de la tierra.





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